Hay unas palabras áureas que la Historia repite como un eco y que la naturaleza reclama como un deber legítimo al ser humano. Son una máxima moral, una enseñanza milenaria, una petición y también un recuerdo, y un símbolo para todos los enamorados de la verdad y el saber: “Conócete a ti mismo”
Esta máxima fue atribuida a uno de los Siete Sabios Griegos, personajes históricos cuya prudencia y visión espiritual hizo que penetrasen todos ellos en el mito y fueran representados juntos en pinturas, mosaicos, escenificaciones teatrales: sus consejos y enseñanzas, lapidarios siempre, parecen joyas y cada una de ellas puede muy bien convertirse en un lema de vida.
Los historiadores griegos y romanos dicen que gran parte de estas máximas estaban grabadas en los muros del Templo de Apolo, Dios de la Armonía, en el santuario de Delfos. Y también que el “Conócete a ti mismo”, con letras de oro, figuraba en el frontispicio de dicho Templo y que Platón completaría esta máxima añadiendo: “Conócete a ti mismo y conocerás a los Dioses y al Mundo” pues el ser humano, como microcosmos, es el resumen y espejo de todo cuanto vive y alienta en el universo, en todos sus planos de conciencia.
De todos modos, si esta máxima ha llegado hasta nosotros, y es tan conocida es gracias a Sócrates, este personaje griego que se ha convertido en el símbolo mismo de la Filosofía y del diálogo racional que busca el sentido de la vida y la verdad detrás de todos los velos y apariencias. Una máxima que incita a buscar dentro de uno mismo las respuestas, pues descubrir y conocer la propia alma es conocer y descubrir el alma de todo lo que existe. Los griegos de hace casi mil años, y a través de ellos nuestra civilización occidental, modelaron sus vidas y mentes ayudados por estas máximas de fuego imperecedero, aunque, como es lógico, no siempre supieron atenerse a ellas.
Podemos recordar algunas de las sentencias de los Siete Sabios Griegos, todas ellas son reglas de oro del difícil Arte de Vivir si se usan como herramientas para formar el propio carácter, y no sólo como un “objeto intelectual” estéril:
“No desees lo imposible” (Quilón de Esparta),
“La medida es lo mejor” (Cleóbulo de Lindos),
“El ejercicio del poder muestra a la persona tal y como es” (Pítaco de Mitilene),
“No hagas nada por dinero” (Periandro de Corinto)
“Nada en exceso” (Solón),
“No permitas que tu lengua vaya más rápido que tu inteligencia” (Bias de Priene).
Algunos investigadores atribuyen el “Conócete a ti mismo” a Tales de Mileto, el filósofo jonio que planteó el famoso teorema de las líneas paralelas cortadas por dos rectas, teorema que es una expresión geométrica de la Ley de Analogía en la Naturaleza y que enlaza el mundo de los Números (Aritmética) con el de la Geometría, es decir, el de las verdaderas causas con los verdaderos efectos.
La caída del Imperio Romano significó el fin de esta forma de pensar y de vivir, tan mesurada y prudente, pero la máxima Conócete a ti mismo fue, es y será la bandera e insignia de los enamorados de la sabiduría. ¿Por qué? Podemos responder con otra de las enseñanzas atribuidas a los Siete Sabios Griegos: de todos los hábitos del ser humano, el más pernicioso y común, el que más dolor le causa y el que en definitiva arrebata su tiempo de vida, es el querer ser diferente de quien somos, es decir, querer imitar a otro o compararnos innecesariamente a los demás. Y la verdad es que nos pasamos la vida imitando a los otros en vez de buscar en el fondo del alma que es lo que tenemos que ofrecer al mundo, quiénes y cómo somos realmente y cómo desenvolver esa naturaleza interior, la única que nos puede otorgar la verdadera felicidad. Los filósofos egipcios e hindúes compararon este proceso de crecimiento y apertura del alma con el crecimiento del loto y cómo este abre sus pétalos a un Sol de pura autenticidad por encima de las corrientes enfangadas de lo mediocre y masificante. Dijeron también que nuestra esencia verdadera es como una estrella y que debemos caminar en dirección a esa estrella. Conocerse a sí mismo es arrancarse la máscara, desvelar quién somos, salir de la masa, despertar el individuo. Es por tanto el principio de la libertad interior: ¿puede un león que siempre vivió como oveja y que incluso creyó que era una oveja ser libre como oveja? No, sólo podrá ser libre desde su verdadera naturaleza, es decir, como león, y cuando despierte a su Ser León le parecerá que toda su vida anterior fue como un sueño.
En la estela funeraria (stecci) de un sabio de la tradición mística bogomil, del siglo XI o XII, figura la siguiente inscripción:
“Tú que lees en esta, mi piedra, tal vez fuiste hasta la estrella y regresaste, ya que allí no hay nada más que tú mismo de nuevo”
Ese “Tú mismo” es la llave que abre todas las puertas, pues qué puertas se pueden abrir siendo otro. Si caminando por la noche nos encontramos una cuerda y creemos que es una serpiente, el miedo que pasemos, todos los movimientos que realicemos, etc. son inútiles, porque no se trata de una serpiente, sino de una cuerda. Así, la vida que construimos creyendo ser “otro” diferente de Quien-somos-realmente, sin haber despertado a nuestra verdadera naturaleza es un espejismo, una pérdida de tiempo y, alejados de nuestra verdadera senda, un camino de dolor.
Cuando nuestra alma se abre a la bendición de un cielo estrellado, cuando sentimos que despierta con la suavísima paleta de colores de un amanecer, cuando se estremece con la pureza y vigor de una cascada o parece que danza al contemplar el balanceo de las ramas de un árbol y el titilar de sus hojas besadas por el viento, ¿por qué se presenta la naturaleza como una promesa, como una esperanza, como un desafío, como una canción, como un árbol mágico cuyos frutos de oro son las infinitas respuestas que en Ella podemos leer? El eco de esta canción de la vida en nuestra alma nos hace pensar que esas imágenes y estas verdades viven y esperan dentro. Si no fuera así, la belleza de la naturaleza no hallaría respuesta en el alma. Conocerse a sí mismo es conocer el secreto de la naturaleza, es encontrar dentro de uno montañas y valles, estrellas y fango también, es encontrar el punto de convergencia del camino de vida y el camino del alma, el misterio de la Doble Espiral. Conocerse a sí mismo es saber que nos hallamos en un laberinto, y también encontrar el hilo de plata, el hilo de Ariadna que nos permita salir feliz y triunfalmente. Conocerse a sí mismo es la piedra angular para ser fieles a nosotros mismos, y sin fidelidad a nuestros compromisos y sueños. Es decir, a nosotros mismos, la vida es un infierno y una mascarada.
José Carlos Fernández (Revista Esfinge)
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