“El sabio sabe que no sabe”.

A menudo se discute en todo tipo de ámbitos acerca de los problemas de nuestra sociedad provocados por la corrupción de quienes nos gobiernan. Se suele concluir que gran parte de las profundas injusticias sociales se corregirían con unos dirigentes y administradores a la altura de lo que se espera de ellos. Pero, sin duda alguna, habría que ir más allá y entender que las élites gobernantes son el producto de un espacio y de un tiempo determinados y, por lo tanto, reflejan en sus actos y forma de gobernar aquellos vicios de los que también adolecen sus gobernados. En esta línea sería muy útil abordar una regeneración de los sistemas de gobierno, pero sin olvidar nunca la promoción de valores éticos en todas las esferas de nuestras sociedades como palancas de cambio en las mismas. Podemos encontrar numerosos ejemplos en la historia de pensadores que se han dedicado a profundizar en el arte del buen gobierno, tales como Marco Aurelio o Platón, pero nos centraremos en uno de los sabios más conocidos de Oriente.

“¿Uno que no sepa gobernarse a sí mismo, cómo sabrá gobernar a los demás?”.

CONFUCIO (Kung-fu-tsé) nació a mediados del siglo VI (a. J.C.) en una aldea del estado de Lu, perteneciente a una China semilegendaria, desangrada por luchas feudales. Era la China de Confucio, una tierra agitada por guerras y golpes de mano, bajo el imperio nominal de la tercera dinastía, la de los Cheu (1027 a 247 a. J.C.) monarcas estos que, desde la opulenta Loyang, la capital sagrada, resultaban, a pesar de su título de “Hijos del Cielo”, expresiones de un trono vacilante. Para él, todo lo que existe en el mundo nos está dando una lección: basta solo tener la buena disposición de escucharla; hasta los espectáculos de la fealdad y del crimen, al revelarnos el desprecio y abyección en quien los comete, nos ilustran. Confucio decía: “Si somos tres que viajamos juntos encontraré necesariamente dos maestros en mis compañeros de viaje; elegiré al hombre de bien para imitarle y la hombre perverso para corregirme”. Ser de profundas claridades, ejercía su enseñanza serenamente y sus sentencias brotaban del río interior como un chorro de luz. Pero despreciaba la mera palabra; la virtud es activa, y el amor y la justicia, fuerzas dinámicas. Así, señalaba: “Si se ve una cosa buena y no se la practica, se comete una cobardía”. Pero esta acción implica estar moral e intelectualmente preparado para actuar; a los que por mera ambición buscaban los cargos de jerarquía, medrando la infuencia de los poderosos en perjuicio de los hombres de verdadero valor, acosejaba: “No te inquietes por ocupar empleos públicos, pero inquiétate de adquirir el talento necesario para ocupar esos empleos”.

“El hombre que ha cometido un error y no lo corrige comete otro error mayor”.

Y a los que querían ser conocidos y valorados por la gente, y adquirir un lugar en la consideración de la sociedad, adivinándoles en esto su inmadurez, les oponía otra sentencia: “No es preciso afligirse de que los hombres no nos conozcan, sino, por el contrario, de no conocerlos a ellos nosotros mismos.”
La personalidad del filósofo había ido cobrando caracteres profundos e impresionaba fuertemente a quienes le veían alguna vez. Considerado ya una de las luces más altas del pensamiento chino, un hombre de ideas exactas y puras como diamantes, fue tentado por sus amigos, para que solicitara cargos públicos. Ya había, sin embargo, desempeñado algunos, como el de intendente de graneros del estado de Lu, donde su equidad se había manifestado plenamente, pero tras la derrota y el exilio del príncipe de esa comarca, Confucio, fiel a la desgracia del gobernante, le había acompañado durante quince años en el destierro. Y como un día le preguntaran: “¿Por qué no ejerces una función en la administración pública?”, contestó: “Los que practican la virtudes realizan ya con ello funciones públicas de orden y de administración. ¿Por qué considerar solamente a los que ocupan empleos públicos como realizando funciones públicas?”. No obstante, al llamársele al gobierno volvió a aplicar a él sus energías y llegó a ser, en el 497(a.J.C.) viceministro de Justicia en Lu. Su preocupación se centraba en la educación de los gobernantes, porque los pueblos se fijan en ellos y estadistas corrompidos contagian su corrupción a las masas. Su espíritu práctico le hacía pensar que lo fundamental es volver principalmente justo a aquel que detenta el poder de realizar mayor número de cosas. Esa teoría de la enseñanza por el ejemplo le hacía decir: “Gobernar su país con la virtud y capacidad necesarias, es parecerse a la estrella polar, que permanece inmóvil en su sitio mientras que las demás estrellas circulan en torno suyo y la toman de guía”. Todo esto le llevaba a detestar la fuerza como método de gobierno y a creer que los pueblos jamás se sublevan cuando las leyes y los estadistas son buenos. Basta rodearse de colaboradores honestos e inteligentes para hacer innecesarias las prisiones políticas, la fiscalización policíaca y la coacción deprimente. Así, un día en que Ngai-Kung, príncipe de Lu, preocupado por las inquietudes populares, le consultó acerca de los medios para asegurar la sumisión de las masas, el sabio le respondió sencillamente: “Eleva a los hombres rectos e íntegros; rebaja, destituye a los corrompidos y perversos y el pueblo te obedecerá. Honra a los hombres corrompidos y perversos; rebaja, destituye a los rectos e íntegros y el pueblo te desobedecerá”.

“Aquel que gobierna por medio de su excelencia moral puede compararse a la estrella polar, que permanece en su sitio en tanto todas las demás estrellas se inclinan ante ella”.

La administración de Confucio y los consejos dados al príncipe fortalecieron a ese estado y causaron disgusto entre los gobernantes de los estados rivales; por eso, el príncipe de Tche regaló al de Lu ochenta bailarinas; este, ganado por las delicias del harem, descuidó cada vez más los asuntos públicos; el filósofo, entonces, desdeñando colaborar en una administración indigna, abandonó la brillante posición que ocupaba y se desterró a sí mismo, en busca de otro gobernante que entendiera mejor sus deberes para con el pueblo. Esto estaba muy de acuerdo con sus ideas; así, una vez dijo: “Los que se llaman buenos ministros sirven a su príncipe según los principios de la recta razón y no según los deseos del príncipe; si no pueden, entonces se retiran”. Tras esta lección de dignidad empezó su peregrinaje, seguido de sus discípulos, por los estados de Wei, de Chi, de Tsin y de Tsu, infructuosa búsqueda de un estadista probo, que deseara poner en práctica sus doctrinas del “Jen”, la “virtud social” y del “chung-yun”, que unos traducen por “justo medio” y otros por “armonía y equilibrio”. Desarrolló también Confucio la teoría de la fraternidad universal, y eso en una época en que era casi imposible concebirla: así, en uno de sus libros afirma: “Todos los hombres, a lo ancho de los cuatro océanos son hermanos”. Su regla de oro para medir esa fraternidad, lo que él llamaba la “virtud de humanidad” estaba así fomulada: “Tener bastante imperio sobre sí mismo para juzgar a los demás por comparación con nosotros y obrar hacia ellos como quisiésemos que se obrara con nosotros mismos”. Era, también, respetuoso para con el adversario; pensaba que la opinión ajena no debe llevar a vanas querellas. ¿No buscan todos los hombres de bien la misma verdad? Por eso señala que la persona honrada que discute “dice las cosas como son, pero cede la plaza a su antagonista vencido, sube a otra estancia y enseguida desciende para tomar con él una taza de té, en señal de paz”. Confucio representa un ejemplo de dignidad y pragmatismo en cuanto a las funciones del buen gobernante, cuyos objetivos deben ser: el pleno y eficaz servicio a su pueblo, promover las condiciones necesarias para que este pueda desarrollar todas sus virtudes humanas y elevarlo hasta donde le sea posible.

Juan Jesus Dianes. Corresponsal de la revista Esfinge en Málaga